LA CIUDAD ESPLÉNDIDA

LA CIUDAD ESPLÉNDIDA

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LA CIUDAD ESPLÉNDIDA




Pablo Neruda




Mi discurso será una larga travesía,un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes alpaisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto ytanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros limites el Polo Sur,que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el nortenevado del planeta.


Por allí, por aquellas extensionesde mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos,hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi paíscon Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles ycomo nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos másdébiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con miscuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata – eliminando losobstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladasnieves, adivinando más bien el derrotero de mi propia libertad. Los que meacompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes,pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazoaquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que losguiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzabaembargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco,los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares deaños, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestramarcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez unacreciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, elpeligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huelladelgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunesfugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos derepente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas denieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hundenbajo siete pisos de blancura.


A cada lado de la huella contemplé,en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozosde ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda decentenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos,para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempredebajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes lasramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde laaltura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follajepalpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando encada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosquepara adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.


Teníamos que cruzar un río. Esaspequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan,descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompentierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturasinsignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado.Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto micaballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sinsostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantenerla cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, losbaqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:


¿Tuvo mucho miedo?


Mucho. Creí que había llegado mi última hora,dije.


Íbamos detrás de usted con el lazoen la mano me respondieron. -Ahí mismo –agregó uno de ellos– cayó mi padre y loarrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entraren un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso ríoperdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquellaobra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cualpenetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban deafincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallabanchispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendidosobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimosempecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.


Algo nos esperaba en medio deaquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a unapequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara,prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosaluz ininterrumpida por ningún follaje.


Allí nos detuvimos como dentro de uncírculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición desagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de suscabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, unacalavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno,para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní aellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos detodas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigosse despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre unsolo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circulardejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendíentonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, queexistía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud,una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades deeste mundo.


Más lejos, ya a punto de cruzar lasfronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche alas últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida queera indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unasdesvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos.Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncosencendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allíardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo mlhumo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimosmontones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas.Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos enel silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que,naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana quehabíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, unlamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia lasciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.


Ellos ignoraban quienes éramos,ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. ¿O loconocían, nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos ycomimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacía unos cuartoselementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánicadonde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogióen su seno.


Chapoteamos gozosos, cavándonos,limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadasque me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobrenuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujabaal gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lorecuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por lascanciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y loslechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellosrechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Yen ese "nada más" en ese silencioso nada más había muchas cosassubentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.


Señoras y Señores:


Yo no aprendí en los libros ningunareceta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez nisiquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de míalguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertossucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión yen este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vidahe encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula queme aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mímismo.


En aquella larga jornada encontrélas dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas lasaportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acciónpasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad,el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombrey la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo estásostenido – el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesíaen una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará parasiempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une ylos confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, siaquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededordel cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las másaltas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarsedespués con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres meenviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí,no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad los versos queexperimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.


De todo ello, amigos, surge unaenseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledadinexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de loque somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación yel silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente ocantar con melancolía; más en esa danza o en esa canción están consumados losmás antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creeren un destino común.


En verdad, si bien alguna o muchagente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común dela amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que lasacusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta.Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos sedetuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vidadefendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es quesólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que losenemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino enla falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigoesencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados yexplotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y paratodas las tierras.


El poeta no es un "pequeñodios". No, no es un "pequeño dios". No está signado por undestino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios.A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cadadía: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa yhumilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, conuna obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencillaconciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de unacolosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es laconstrucción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean alhombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta seincorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de losotros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común decada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan,en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienablede ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacioque le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada épocanosotros mismos.


Los errores que me llevaron a unarelativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error,unos y otras no me permitieron – ni yo lo pretendí nunca – orientar, dirigir,enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura.Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando losfantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, oqueremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futurodesarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo,es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminosde la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemosconstruido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducirla vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo queposteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones,sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parteintegral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear elfetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetichede lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneracionesrealistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de untembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nosahoga una incomunicación opresiva.


En cuanto a nosotros en particular,escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamadopara llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes denuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial eldeber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitadomenos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromisode recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en losantiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias,de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar depalabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea defabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde casoindividual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica,no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cadadía. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada unode mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de miscantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaronlos caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros quevendrán, pudieran depositar los nuevos signos.


Extendiendo estos deberes del poeta,en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que miactitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildementepartidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotasdeslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, quemi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del puebloorganizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo deesa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores ya los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas oamables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestrosanchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemosque los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, quetodavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de ladignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.


Heredamos la vida lacerada de lospueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los máspuros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas defulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos porlas épocas terribles del colonialismo que aún existe.


Nuestras estrellas primordiales sonla lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todohombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, lasurgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero ¿qué sería de mísi yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudaldel gran continente americano? ¿Cómo podría yo levantar la frente, iluminadapor el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de habertomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirarel mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidadcósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores seniegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros diosesdestinaron a los pueblos americanos.


Yo escogí el difícil camino de unaresponsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuocomo sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a unconsiderable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sindescanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantescomo a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólome indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor ycon la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas queincorporé a mi poesía.


Hace hoy cien años exactos, un pobrey espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: Al’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes.(Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidasciudades.)


Yo creo en esa profecía de Rimbaud,el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos losotros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesíafue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. Noperdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía,y también con mi bandera.


En conclusión, debo decir a loshombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el enteroporvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente pacienciaconquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todoslos hombres.


Así la poesía no habrá cantado envano.



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